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mchoilogo.gifEspagnol|Textos - Los derechos humanos y los derechos del otro

[L'indivisibilité des droits de l'homme,Fribourg, Editions Universitaires, 1985 - cité dans E. Lévinas,  Fuera del sujeto, Madrid1997]

* Publicado en la colección: L'indivisibilité des droits de l’homme, Fribourg, Éditions Universitaires, 198S. [N. de los T.]

1.     El derecho original

Los derechos reivindicados como derechos humanos ––en el sentido riguroso y casi terminológico que esta expresión ha tomado desde el siglo XVIII—los derechos respecto a la dignidad humana de cada uno, a la vida y a la libertad, y a la igualdad de todos los hombres ante la ley, reposan sobre una conciencia original del derecho o sobre la conciencia de un derecho original. Y esto, independientemente de la cronología de las causas o del proceso psicológico y social y de las variaciones contingentes del ascenso de estos derechos a la luz del pensamiento. En este caso se trata en efecto, para la mentalidad de hoy en día, de derechos más legítimos que cualquier legislación, más justos que cualquier justificación. Se trata probablemente—independientemente de lo compleja que sea su aplicación a los fenómenos jurídicos—de la medida de todo derecho y, sin duda, de su ética. Los derechos del hombre son, en todo caso, uno de los principios latentes de éste cuya voz—a veces muy alta, a veces ahogada por las necesidades de lo real, a veces interrumpiéndolas y rompiéndolas—se oye a lo largo de la historia desde el despertar de la conciencia, desde el Hombre.

Derechos en este sentido a priori: independientes de toda fuerza que sería el lote inicial de cada ser humano en la distribución ciega de la energía de la naturaleza y de las influencias del cuerpo social, pero también independientes de los méritos que el ser humano habría adquirido por sus esfuerzos e incluso por sus virtudes; anteriores a toda concesión: a toda tradición, a toda jurisprudencia, a toda distribución de privilegios, de dignidades o de títulos, a toda consagración por una voluntad que pretendería abusivamente ser tomada por razón. A menos que su a priori pueda significar una autoridad indeclinable, pero más antigua y más alta que la que ya se escinde en voluntad y razón la cual se impone según la alternancia de la violencia y la verdad; la que está, quizás—pero antes de toda teología—en el respeto mismo de los derechos del hombre, la original venida de Dios a la idea del hombre.

Estos derechos humanos, que no tienen por lo tanto que ser conferidos, serían así irrevocables e inalienables. Derechos que, en su independencia respecto a toda confrontación, expresan de cada hombre la alteridad o el absoluto, la suspensión de toda referencia: desgarramiento del orden determinante de la naturaleza y del cuerpo social donde, por otra parte y evidentemente, cada uno está implicado; alteridad de lo único y de lo incomparable, a causa de la pertenencia de cada uno al género humano, la cual, ipso facto y de un modo paradójico, se anularía, precisamente para permitir que cada hombre sea único en su género. Desgarramiento y suspensión—o libertad—que no es una abstracción cualquiera. Marca la identidad absoluta de la persona, es decir, de lo no intercambiable, incomparable y único. Unicidad, más allá de la individualidad de individuos múltiples en su género. Unicidad no en razón de algún signo distintivo que serviría de diferencia específica o individualizante. Unidad anterior a todo signo distintivo, unicidad lógicamente indiscernible del yo de la primera persona. Unicidad que no se olvida bajo todas las constricciones del Ser, de la Historia y de las formas lógicas que la contienen. Permanece precisamente concreta en forma de los diversos derechos del hombre reivindicados, incondicionalmente, bajo las diversas necesidades de lo real como modos distintos de la libertad. Habrá que tratar más adelante la fenomenología de esta reivindicación, la estructura de la conciencia en la que se dibuja concretamente.

Derechos humanos que manifiestan la unicidad o el absoluto de la persona a pesar de su pertenencia al género humano o a causa de esta pertenencia. Paradoja o misterio o novedad de lo humano en el ser, que acabamos de subrayar. Ésta nos parece sugerida por un apólogo talmúdico que reproducimos:

Grandeza del Santo-bendito-sea-Él: he aquí el hombre que acuña moneda con un mismo sello y obtiene piezas muy parecidas entre si; pero he aquí el Rey de los reyes, el Santo-bendito-sea-Él, que acuña todos los hombres con el sello de Adán y ninguno se parece al otro. Es por lo que cada uno está obligado a decir: ¡el mundo ha sido creado para mi![1]

Que la identidad del género pueda abarcar lo absolutamente desemejante, una multiplicidad no adicionable de seres únicos; que la unidad de Adán marque a los individuos con una incomparable unicidad en la que el género común se desvanece y en la que los individuos dejan precisamente de ser intercambiables como la moneda; que se afirmen, cada uno de ellos, como objetivo único del mundo (o como el único responsable de lo real), esa sería ciertamente la huella de Dios en el hombre o, más exactamente, el punto de la realidad en el que la idea de Dios viene solamente al hombre. Sentido posible de este apólogo, que no equivale a una deducción cualquiera de los derechos del hombre a partir de una Revelación previa, pero que significaría, por lo contrario, la venida de la idea de Dios a partir de la evidencia de los derechos humanos.

Que los derechos del hombre o el respeto de estos derechos no proceden del rigor o de la gracia de Dios, tales como los formulan los teólogos que se refieren a la Revelación, es decir, a "verdades sobre Dios" ya adquiridas en otra parte—referencia en la que se atestiguaría aún sin duda lo extra-ordinario de estos derechos reconocidos como sobre-naturales, sino ya también la jurisprudencia y la mediación de las instancias religiosas—éste fue, desde el Renacimiento, el rasgo característico de la conciencia de los derechos del hombre.

2.     La noción amplia de los derechos humanos

La posibilidad de asegurar el disfrute objetivo de estos derechos —de responder en los hechos a la reivindicación incondicional de la libertad humana y de todos los derechos que ella implica, a pesar del peso de las necesidades físicas y políticas e incluso a pesar de la violencia en la que la persona puede experimentar el puro sufrir de las causas del mundo—no viene dada inmediatamente. Las condiciones del respeto de estos derechos no son aparentes más que cuando el hombre ya ha asumido su primer derecho tomando conciencia del determinismo natural y social que envuelve a la persona y cuando, por lo tanto, entrevé los procedimientos prácticos surgidos de ese conocer, susceptibles de liberar a la persona de estas presiones y de subordinarlas al ejercicio de sus derechos.

Asunción de la libertad en el conocer, que no es un hecho inevitable para la humanidad de todos los tiempos y en todas partes. ¡Asunción de la libertad que es ella misma libre! Acto revolucionario en el sentido más radical del término. Marca una época y una civilización. ¡Acontecimiento occidental! La ciencia y las posibilidades de la técnica son las primeras condiciones que permiten asegurar en los hechos el respeto de los derechos del hombre. El desarrollo de la técnica gracias a la extensión del saber a través del cual la humanidad europea se encaminaba a su modernidad, es probablemente, por sí mismo, la modalidad bajo la cual el pensamiento de los derechos humanos, colocado en el centro de la conciencia de uno mismo, se amplia en su concepción y se inscribe o se exige como base de toda legislación humana que, al menos, se piensa como los derechos del hombre en su integridad, indispensable o esperada. Disciplina racional, nacida en Europa, puede extenderse y proponerse a toda la humanidad. En un mundo sentido hasta entonces como abocado al juego de fuerzas arbitrarias que, naturales o pretendidamente sobrenaturales, individuales o sociales, no cuentan más que por el grado de su potencia, en la obstinación que los Seres y las instituciones ponen en perseverar en su ser y en sus tradiciones, he aquí que el a priori

del derecho del hombre se entiende como a priori intelectual y se convierte efectivamente en la medida de todo derecho. Desde el Renacimiento, la legalidad efectiva que regia la sociedad empieza a ser juzgada a partir de un derecho llamado "natural", lo que significa—lo sabemos—su pertenencia al orden de las verdades que comportan inteligibilidad y evidencias y que se remontan, de un modo u otro, a la conciencia de los derechos humanos. ¿Hay que recordar la obra de un Hugo Grotius y de un Puffendorf, en el siglo XVII, quienes desarrollan la idea de un derecho basado sobre consideraciones parecidas a las matemáticas? El espíritu sería capaz de partir de su propio fondo, de sus ideas "innatas", de acometer y de concluir la construcción del Reino del derecho. Derecho válido independientemente de toda tradición, indiferente a los datos empíricos de las leyes admitidas. Para otros pensadores, los mismos datos jurídicos permitirían formular de algún modo estos derechos fundamentales por inducción. Montesquieu reduce la diversidad de las leyes positivas a principios determinados y destaca el espíritu de esas leyes y su interdependencia sistemática.

A la noción de los derechos humanos pertenecen en adelante—inseparables y en número siempre creciente—todas las reglas legales que condicionan el ejercicio efectivo de esos derechos. He aquí detrás de los derechos a la vida y a la seguridad, a la libre disposición de los bienes y a la igualdad de todos los hombres ante la ley, a la libertad de pensamiento y de su expresión, a la educación y a la participación en el poder político, todos los derechos que los prolongan o los hacen posibles concretamente: los derechos a la salud, a la felicidad, al trabajo y al descanso, a la vivienda y a la libre circulación, etc. Pero también, más allá de todo esto, el derecho de oponerse a la explotación por el capital —los derechos sindicales— y hasta el derecho al progreso social; al refinamiento —utópico o mesiánico— de la condición humana, el derecho a la ideología así como el derecho a la lucha por el derecho integral del hombre y el derecho de asegurar las condiciones políticas de esa lucha. ¡La modernidad de los derechos humanos llega ciertamente hasta ahí! Sin duda, también es necesario preguntarse cuáles son la urgencia, el orden y la jerarquía de estos derechos diversos y si no comprometen los derechos fundamentales cuando se exige todo inconsideradamente. Pero esto no es reconocer un límite a la defensa de estos derechos; no es contestar, es plantear un problema nuevo a propósito de un derecho incontestable y, sin pesimismo, consagrarle una reflexión necesaria.

En este sentido, la plenitud, dinámica y siempre creciente, de los derechos humanos, se mostrarla inseparable del reconocimiento de los derechos humanos llamados fundamentales, de su exigencia de transcender, de algún modo, lo que la naturaleza pura puede comportar de inhumano y el cuerpo social de necesidades ciegas. La unicidad y la irreductibilidad de la persona humana se encuentran respetadas y se afirman concretamente gracias a la atenuación de la violencia a la que se encuentran expuestas en el orden o en el desorden del determinismo de lo real.

Pero el desarrollo de la ciencia y de la tecnología que deberían hacer posible el respeto efectivo de los derechos del hombre ampliados, puede, a su vez, introducir obstáculos. La misma técnica puede comportar exigencias inhumanas constituyéndose en un nuevo determinismo, amenazando la libertad de movimientos que, por lo demás, deberla posibilitar. En una sociedad, por ejemplo, enteramente industrializada o en una sociedad totalitaria —que precisamente resulta de las técnicas sociales que se pretenden perfeccionadas— los derechos del hombre se encuentran comprometidos por las mismas prácticas cuya motivación han suministrado ellos mismos. ¡Mecanización y servidumbre! Y esto, antes de evocar el tema banal de la concomitancia de los progresos técnicos y de los progresos de los armamentos destructores y de la manipulación abusiva de las sociedades y de las almas. De ahí surge una dialéctica que se podría llevar con demasiada facilidad hasta la contestación o la condena de la técnica, sin esperar una posibilidad de equilibrio, de un eventual retorno de la ciencia y de la técnica a sí mismas. Problemas de los que no podemos hacer caso omiso, puesto que del progreso técnico no depende solamente un desarrollo nuevo de los derechos del hombre en los países "civilizados", sino el respeto de los derechos humanos elementales en el "tercer" y el "cuarto" mundo, amenazados por la enfermedad y el hambre.

3.     Los derechos del otro hombre

Pero los derechos humanos —es decir, la libertad de cada uno, la unicidad de la persona— ¿no corren también el riesgo de ser desmentidos u ofuscados por los derechos del otro hombre? Lo que Kant llama "reino de los fines" es una pluralidad de voluntades libres, unidas por la razón. ¿Una libertad no es sin embargo, para la otra voluntad, su negación posible y así, al menos, una limitación? Principio de guerra entre libertades múltiples y conflicto que, entre voluntades razonables, debe resolverse a través de la justicia: un derecho justo, conforme a las leyes universales, se podría desprender de la oposición entre voluntades múltiples. Y, sin duda, a través o con el rigor de la justicia que se impone a las "unicidades incomparables" de las personas libres, asistimos al maravilloso nacimiento —nacimiento "en el dolor"— del espíritu objetivo de lo verdadero. Pero esta justicia no deja de ser una cierta limitación del derecho y de la voluntad libre. ¿Es seguro, en efecto, que la voluntad entera sea razón práctica en el sentido kantiano? ¿No comporta una parte incoercible que el formalismo de la universalidad no podría obligar? Y podemos incluso preguntarnos si, a pesar de Kant, esta espontaneidad incoercible —testimonio tanto de la multiplicidad de los humanos como de la unicidad de las personas— es ya patología, sensibilidad y mala voluntad. Queda aún la cuestión de saber si la limitación del derecho por la justicia no habrá sido ya una manera de tratar a la persona como un objeto, sometiéndola —a ella, la única e incomparable— a la comparación, al pensamiento —al paso por la famosa balanza de la justicia— y, así, al cálculo. De ahí la dureza esencial de la ley, que ofendería en la voluntad a una dignidad distinta que la que accede al respeto de las leyes universales. ¡La dignidad de la bondad, simplemente! La universalidad de la máxima de acción que querría la voluntad asimilada a la razón práctica, puede no responder a toda la buena voluntad.

Limitado así por la justicia, ¿el derecho del hombre no sigue siendo derecho rechazado y la paz que él instaura entre los hombres, paz aún incierta y siempre precaria? Mala paz, mejor sin duda que una buena guerra. Pero paz abstracta, que busca estabilidad en los poderes del Estado, en la política que asegura por la fuerza la obediencia a la ley. De ahí, recurso de la justicia a la politice, a sus estratagemas y ardides: orden racional que se obtiene al precio de las necesidades propias del Estado, que le son implícitas. Estas necesidades constituyen un determinismo tan riguroso como el de la naturaleza indiferente al hombre, aunque la justicia —el derecho de la voluntad libre del hombre y su acuerdo con la voluntad libre del otro— haya servido, al principio, de fin o de pretexto a las necesidades políticas. Finalidad pronto ignorada en las desviaciones que se imponen en la práctica del Estado. Finalidad pronto perdida en el despliegue de los medios puestos a la obra. Y en la eventualidad de un Estado totalitario, he aquí al hombre reprimido y los derechos humanos escarnecidos y la promesa de una vuelta final a los derechos humanos aplazada indefinidamente.

Lo que significa también es importante destacarlo —que la defensa de los derechos humanos responde a una vocación exterior al Estado, que disfruta, en una sociedad politice, de una especie de extraterritorialidad, como la de la profecía ante los poderes políticos del Antiguo Testamento, vigilancia completamente distinta de la inteligencia política, lucidez que no se limita a inclinarse ante el formalismo de la universalidad, sino que apoya a la misma justicia en sus limitaciones. La posibilidad de garantizar esta extraterritorialidad y esta independencia define al Estado liberal y describe la modalidad según la cual es, en sí, posible la conjunción de la política y de la ética.

Pero, partiendo de ahí, en la defensa de los derechos humanos convendría no volver a comprenderlos exclusivamente a partir de una libertad que, virtualmente, sería ya la negación de toda otra libertad y en la que, entre el uno y el otro, el arreglo justo no consistiría más que en una mutua limitación. ¡Concesión y compromiso! Una justicia que sea ineludible, necesita otra "autoridad" que la de las proporciones que se establecen entre voluntades inicialmente opuestas y oponibles. Es necesario que las proporciones sean admitidas por las voluntades libres en razón de una paz previa que no sería la no-agresión pura y simple, sino que comportaría, por así decirlo, una positividad propia cuya idea de bondad sugiere el des-inter-esamiento procedente del amor, para el cual lo único y lo absolutamente otro pueden significar solamente su sentido en el amado y en sí mismo. Quedarse en la justicia, en la norma de la pura medida —o moderación— entre términos que se excluyen, equivaldría a asimilar las relaciones entre miembros del género humano a la relación entre individuos de una extensión lógica, que no significan, del uno al otro, más que negación, adiciones o indiferencia. En la humanidad, de individuo a individuo, se establece una proximidad que no adquiere sentido a través de la metáfora espacial de la extensión de un concepto. Inmediatamente, el uno y el otro, es el uno frente al otro. Es yo para el otro. La esencia del ser razonable en el hombre no designa solamente el advenimiento a las cosas de un psiquismo en forma de saber, en forma de conciencia que se niega a la contradicción, que englobaría a las otras cosas bajo conceptos desalienándolas en la identidad de lo universal; designa también la aptitud del individuo que resulta, en un principio, de la extensión de un concepto —del género hombre— para erigirse en único en su género y, así, como absolutamente diferente de todos los otros, pero, en esta diferencia —y sin constituir el concepto lógico del que el yo se ha liberado— de ser no-in-diferente al otro. No-indiferencia o socialidad-bondad original; paz o deseo de paz, bendición; "shalom"[2] —acontecimiento inicial del encuentro. Diferencia, no-in-diferencia, en la que el otro —sin embargo absolutamente otro, "más otro", por así decirlo, de lo que lo son, entre ellos, los individuos del "mismo género del que el yo se ha liberado"— donde el otro me regarde*; no para "percibirme", sino "concerniéndome", "importándome como alguien del que tengo que responder". El otro que —en este sentido— me regarde, es rostro.

Bondad en la paz que es, también, ejercicio de una libertad y en la que el yo se desprende de su "vuelta a sí", de su autoafirmación, de su egoísmo de ente que persevera en su ser, para responder del otro, para defender precisamente los derechos del otro hombre. No-indiferencia y bondad de la responsabilidad: éstas no son neutras, a medio camino entre el amor y la hostilidad. Hay que pensarlas a partir del encuentro en el que el deseo de paz —en el que la bondad— es el primer lenguaje.

¿No hay que reconocer la fraternidad —que figura en la divisa de la República— en esta previa no-in-diferencia del uno para el otro, en esta bondad original en la que estaría implantada la libertad y en la que la justicia de los derechos humanos encuentra un alcance y una estabilidad inalterables, mejores que las que garantiza el Estado? Libertad en la fraternidad en la que se afirma la responsabilidad del uno-para-el-otro, a través de la cual, en lo concreto, los derechos humanos se manifiestan a la conciencia como derecho del otro y del que debo responder. Manifestarse originalmente como derechos del otro hombre y como deber para un yo, como mis deberes en la fraternidad, he ahí la fenomenología de los derechos humanos. Pero en su "puesta en escena" original también se afirman, en forma de manifestaciones de la libertad, los derechos del que está obligado, no sólo por el efecto de una simple transferencia y gracias a una generalización de los derechos humanos tal y como le aparecen en el otro. Su deber respecto al otro que interpela su responsabilidad es una investidura de su propia libertad. En la responsabilidad que, como tal, es irrecusable e intransferible, yo estoy instaurado como no intercambiable: soy elegido como único e incomparable.. Mi libertad y mis derechos antes de mostrarse en la contestación de la libertad y de los derechos del otro hombre se mostrarán precisamente en forma de responsabilidad, en la fraternidad humana. Responsabilidad inagotable, porque no podemos quedar en paz con el otro.



[1] Talmud de Babilonia, Tratado Sanedrín, p. 37a.

[2] Shalom, paz y bendición en hebreo, y que resuena en el Salmo 120,7 como una manera de referirse el hombre a sí mismo: "Yo Paz...". / * "Regarder" en francés significa tanto mirar como concernir. [N. de los T.]


Date de création : 26/10/2005 - 20:47
Dernière modification : 26/10/2005 - 20:47
Catégorie : Espagnol|Textos
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