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La bendición supone un acto de capital importancia. Poder comer y beber es una posibilidad tan extraordinaria, tan milagrosa, como cruzar el Mar Rojo. Nosotros desconocemos lo que representa este milagro porque vivimos en esta Europa, por el momento, provista de todo, y no en un país del Tercer Mundo, y además porque nuestra memoria es breve. Allá uno entiende que poder comer hasta saciar el hambre es la maravilla de las maravillas. Volver en Europa al estado de indigencia, a pesar de todos los progresos de la civilización, todavía es una posibilidad a nuestro alcance, como lo prueban los años de guerra y los campos de concentración. En realidad, el itinerario que trae el pan, desde la tierra en que crece a la boca del que lo consume, es de los más arriesgados. Es como la travesía del mar Rojo. Un antiguo midrás, concebido en ese mismo espíritu, enseña: « Cada gota de lluvia que deben abrevar vuestros surcos es dirigida por diez mil ángeles para que pueda llegar a su destino ». ¡Nada más difícil que conseguir alimentarse! De tal forma que el versículo: « Comerás, serás saciado y bendecirás » (Deut
Si se consiente en esta última proposición, se comprende mejor la proximidad entre la bendición y el combate militar. Mas ¿cómo una bendición va a crear combatientes para la buena causa? ¡No nos quedemos en las imágenes! Es evidente que aquí se nos proponen luchas pacíficas: el problema del hambre en el mundo no puede resolverse más que si los alimentos de los que poseen las provisiones dejan de aparecer como su inalienable propiedad, para reconocerlos como un don recibido, del que han de dar gracias y al que los otros tienen derechos. La penuria es un problema moral y social, y no solamente económico. [...] Y, por eso, se entiende que esta guerra interior y pacífica ha de librarse no sólo por mí que, en la bendición, renuncio a la propiedad, sino también por los que pronuncian el Amen. Es necesario que una colectividad siga a los individuos que toman la iniciativa de la renuncia de sus derechos para que los hambrientos puedan comer. [...]es preciso que exista nazirato –un hogar de desinterés– para que los hombres coman. Hacer comer a los hambrientos supone una elevación espiritual. Es preciso que el nazirato sea posible para que el Tercer Mundo, para que la humanidad subdesarrollada, pueda comer hasta saciarse; para que el Occidente, a pesar de su abundancia, no se convierte en un Estado de humanidad subdesarrollada. Inversamente, nutrir el mundo es una actividad espiritual.[1]
[1] E. Lévinas, De lo sagrado a lo santo. Cinco nuevas lecturas talmúdicas, Riopiedras, Barcelona 1997, 77-79